Primera
traducción de la Biblia, Septuaginta o
Biblia de los LXX
Desde hace
siglos la Biblia se viene traduciendo a las diferentes lenguas del mundo.
Actualmente ya se encuentra (completa o parcialmente) en 2287 idiomas. O sea
que el 90% de la humanidad puede leerla en su propia lengua. Pero, ¿cuándo se
tradujo la Biblia por primera vez?
La más
antigua traducción de la Biblia (o mejor dicho, del Antiguo Testamento, porque
el Nuevo aún no existía) fue al griego, y la hicieron los judíos en el siglo
III a.C. Se trató de un acontecimiento verdaderamente extraño e insólito. Por
un lado, ayudó enormemente a los judíos, porque permitió que miles de
israelitas piadosos, que ya no sabían hebreo y sólo hablaban griego (la lengua
más extendida en el oriente antiguo), pudieran volver a leer las Escrituras y a
meditar sus enseñanzas. Pero por otro lado, curiosamente esta traducción
produjo en ellos un enorme dolor, abrió profundas heridas, y su recuerdo
terminó convirtiéndose en un día de duelo y luto para todos los judíos.
Ésta es la
historia de una de las más polémicas y paradójicas traducciones que haya
existido jamás en la historia.
La ciudad en
la ciudad
Todo comenzó
en el siglo III a.C. en la ciudad de Alejandría, por entonces capital de
Egipto. Allí vivía una comunidad muy numerosa de judíos que habían ido llegando
en busca de mejores perspectivas de vida. Como en esa época Palestina dependía
políticamente de Egipto, (desde que en 301 a.C. la había conquistado el rey
egipcio Tolomeo I), este país se había convertido en uno de los destinos
preferidos por los hebreos.
La
emigración judía fue tan numerosa, que en pocas décadas Alejandría pasó a ser
la sede de la comunidad hebrea más grande del mundo fuera de Palestina. Del
millón de habitantes que tenía la ciudad, unos cien mil eran judíos. Éstos se
dedicaban a toda clase de profesiones y practicaban todos los oficios, desde
agricultores a recaudadores de impuestos, pasando por artesanos, preceptores y
militares. Vivían en un barrio exclusivo, dentro de la ciudad, y gozaban de
tanto prestigio, que se les permitió tener sus propias leyes, sus autoridades y
sus jueces para resolver los litigios entre ellos. Es decir, formaban como “una
ciudad dentro de la ciudad”.
El Dios
bilingüe
Pero como la
Ley que usaban los judíos para regirse en su comunidad era la misma Biblia (es
decir, los cinco primeros libros o Pentateuco), que se hallaba escrita en
hebreo, las autoridades egipcias se vieron en serios problemas. Éstas hablaban
griego, y al no entender hebreo les resultaba difícil supervisar la
administración del barrio judío, y saber si sus funcionarios estaban aplicando
bien o no las leyes.
Entonces
hacia el año 250 a.C., para un mejor control de su gobierno, el rey Tolomeo II
encomendó a un grupo de judíos de Alejandría la tarea de traducir aquella Ley a
la lengua griega. Y de este modo, tanto el monarca egipcio como sus
funcionarios pudieron conocer claramente cuáles eran las normas que regían en
la comunidad israelita.
Los
sacerdotes judíos de Jerusalén, al principio no vieron con buenos ojos esta
traducción. Para ellos, la Ley que acababan de traducir en Alejandría no era un
código cualquiera de normas. Era la Palabra de Dios, y ésta sólo debía leerse
en hebreo, la lengua sagrada de Israel. Sin embargo, debido a que Palestina se
hallaba bajo la dominación egipcia, no tuvieron más remedio que aceptarla.
En cambio
los judíos de Alejandría, que pudieron sacar copias de esta traducción, estaban
felices. Tantos años de no entender el hebreo y no poder leer sus Escrituras
habían provocado en muchos de ellos una crisis de identidad, y llevado a un
vasto sector a abandonar la fe. Ahora la inesperada traducción del rey Tolomeo
significaba el reencuentro con sus tradiciones y la vuelta a su religión.
Los 72 que
serán 70
Con el paso
del tiempo, en Alejandría la admiración por la Biblia griega creció de un modo
tan grande, que se fueron olvidando los verdaderos motivos de su traducción, y
surgieron en su lugar leyendas fantásticas que contaban su origen y su
aparición. Hacia el año 120 a.C., un autor anónimo recopiló esas leyendas, como
si fueran verídicas, en una pequeña obra llamada La Carta de Aristeas, con el
fin de divulgar entre los judíos la veneración y el respeto por esta Biblia.
La Carta de
Aristeas, pues, cuenta lo siguiente. Demetrio, director de la famosa biblioteca
de Alejandría, le dijo un día al rey Tolomeo II que quería incorporar a la
biblioteca la Ley sagrada de los judíos, pero traducida al griego, puesto que
se trataba de una obra religiosa muy importante. A Tolomeo II le pareció bien
la idea, y mandó un emisario a Jerusalén, llamado Aristeas, para pedir al Sumo
Sacerdote Eleazar un manuscrito hebreo de la Ley y algunos traductores
palestinos especializados. El Sumo Sacerdote, pues, escuchó el pedido y envió a
Alejandría a un grupo de 72 ancianos (6 por cada una de las 12 tribus de
Israel) junto con un pergamino de la Ley escrito en letras de oro, para
realizar la tarea.
Los 72
doctores llegaron a Egipto, y fueron alojados en 72 habitaciones, donde
trabajaron 72 días. Cuando terminaron, leyeron su escrito en público y todos
los sacerdotes y los expertos judíos reconocieron la perfección de esa
traducción. En recuerdo de esos 72 ancianos, la versión pasó a llamarse
“Versión de los 70”, o simplemente “La Setenta”.
La
propaganda tuvo éxito
Ahí termina
La Carta de Aristeas. Pero con el tiempo se crearon más leyendas, como la que
decía que cuando aquellos ancianos salieron de sus habitaciones y compararon
sus trabajos, las 72 traducciones griegas coincidían exactamente palabra por
palabra (lo cual es en verdad imposible). Esta nueva leyenda pretendía,
simplemente, enseñar a la gente (especialmente a los judíos de Palestina, que
sentían cierto recelo por esta traducción) que la Biblia griega había sido
hecha bajo la inspiración de Dios, y que por lo tanto debía reconocerse en ella
la misma autoridad que tenía la Biblia hebrea, de la cual había sido traducida.
La Carta de
Aristeas y las demás leyendas dieron sus frutos; y así, la idea de que la
Biblia griega estaba divinamente inspirada se fue imponiendo no sólo entre los
judíos, sino también más tarde fue aceptada entre los cristianos. Y muchos
padres de la Iglesia (como San Ireneo, Clemente de Alejandría, Cirilo de
Jerusalén, San Epifanio y San Agustín) aceptaron el relato de La Carta de
Aristeas, y admitieron la inspiración de La Setenta.
Por culpa de
las vocales
Volviendo a
la historia, el rey Tolomeo quedó sin duda conforme con la Ley judía (o
Pentateuco) en griego, que necesitaba para el control del barrio judío. Pero
los judíos alejandrinos, al ver que ya estaba el Pentateuco traducido,
decidieron hacer lo mismo con los otros libros bíblicos que faltaban. Y así,
poco a poco se fueron traduciendo y agregando las demás obras de la Sagrada
Escritura.
El primer
libro que se añadió, hacia el año 200 a.C., fue el de los Salmos, sin duda por
la importancia que tenía en la liturgia y en la oración de los judíos de
Alejandría, que ahora por fin podían entender qué era lo que rezaban cada día.
Hacia el 180
a.C. se tradujo el libro de Samuel y el de los Reyes. Pero aquí los
alejandrinos introdujeron una novedad. Como los libros en griego eran casi el
doble de tamaño que los libros en hebreo (porque la lengua hebrea se escribía
sólo con consonantes, mientras que la lengua griega tenía vocales), el rollo de
papiro se volvió demasiado grande, y por lo tanto poco manejable. Entonces
tuvieron que dividir cada libro en dos. De este modo, mientras en hebreo había
un libro de Samuel y uno de los Reyes, en griego pasó a haber dos de Samuel y
dos de los Reyes. Esta división pasó a nuestras Biblias modernas.
Alrededor
del 160 a.C. le tocó el turno al libro de los Doce Profetas. Era un solo libro
que contenía el texto de nuestros doce Profetas Menores. Pero también aquí los
traductores griegos, para evitar que resultara una obra demasiado voluminosa,
decidieron traducirla en doce libros separados. Y nosotros hemos heredado
actualmente esta división.
Fiesta en
las habitaciones
Con el paso
de los años, la Biblia griega fue encontrando adeptos también entre los judíos
que vivían en Palestina, y que hablaban griego. También ellos se interesaron
por la empresa traductora. Comenzaron, pues, a surgir en Palestina otros libros
bíblicos en griego. Las versiones de Rut, Eclesiastés, Cantar de los Cantares,
Lamentaciones, vieron la luz en suelo palestino.
Pero los
judíos no sólo tradujeron los libros de la Sagrada Escritura. También
tradujeron (y compusieron) otras obras que aún no estaban aceptadas en la
Biblia hebrea. Así, pronto aparecieron formando parte de La Setenta libros como
el de Tobías, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, 1º Libro de Esdras, 1º y 2º Libro
de los Macabeos, 3º y 4º Libro de los Macabeos, Baruc, Las Odas, y los Salmos
de Salomón. La tarea de traducción duró más de 300 años, y finalizó alrededor
del año 50 d.C.
A mediados
del siglo I d.C. la devoción por La Setenta creció tanto, que los alejandrinos
fijaron un día al año para celebrar la fiesta de su aparición. Ese día la gente
peregrinaba hasta la isla de Faros, donde la leyenda decía que habían trabajado
los 72 ancianos, veneraban sus habitaciones, y daban gracias a Dios por haber
permitido la aparición de La Setenta. Fue tal el respeto por la Biblia griega,
que hasta los grandes escritores judíos de la época, como Filón de Alejandría y
Flavio Josefo, le dieron su respaldo oficial y prefirieron citarla a ella en
sus obras, en lugar del texto hebreo.
Pero a fines
del siglo I d.C. un hecho imprevisto vino a opacar la fama de La Setenta, e
hizo que los mismos judíos que antes la habían venerado con pasión, ahora la
rechazaran y sintieran un profundo desprecio por ella. ¿Qué fue lo que sucedió?
La muchacha
convertida en virgen
Cuando
aparecieron los primeros cristianos, también éstos empezaron a usar La Setenta
como su libro religioso, es decir, como su Antiguo Testamento. Y lo peor de
todo era que, cuando los cristianos discutían con los judíos (que no aceptaban
a Jesucristo), los cristianos ganaban sus discusiones apoyándose justamente en
La Setenta.
¿Por qué?
Porque los traductores de La Setenta habían hecho varias modificaciones en su
traducción. Y precisamente en estas modificaciones se basaban los cristianos para
fundamentar su fe contra los judíos. Veamos algunos ejemplos. El Sal 40,7 decía
en hebreo: “No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me abriste el oído”. La
Setenta en cambio puso: “No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me diste
un cuerpo”. Con este cambio, los cristianos decían que ahí (“me diste un
cuerpo”) estaba profetizada la venida de Jesús a la tierra con un cuerpo
humano.
Lo mismo
ocurría con el Sal 16,10. El salmista le pide a Dios que lo libre de la muerte,
y dice: “No dejarás a tu amigo ver la tumba”. Pero La Setenta puso: “No dejarás
a tu amigo ver la corrupción”. Con este cambio, los cristianos decían que ahí
estaba profetizada la resurrección de Jesús, cuyo cuerpo no experimentó la
corrupción.
El más
famoso cambio que hizo la Setenta es en Isaías 7,14. El texto hebreo decía:
“Una muchacha ha concebido y dará a luz un hijo, a quien pondrá por nombre
Emmanuel”. Pero La Setenta en vez de “muchacha” puso “virgen”, quizás pensando
que esta “muchacha” era la ciudad de Jerusalén, a la que a veces suele llamarse
“virgen”. Los cristianos, con La Setenta en la mano, decían que esta “virgen”
era María, y que aquí estaba profetizada la concepción virginal de Jesús. (Así
pensó también San Mateo, por eso cuando escribió su evangelio, dice en 1,22-23
que en María se cumple la predicción de Isaías. Si Mateo hubiera leído el
hebreo, nunca hubiera encontrado esta profecía).
De la fiesta
al luto
Los judíos,
al ver que los cristianos basaban sus argumentos en La Setenta, y justamente en
las diferencias de traducción, comenzaron a mirarla con malos ojos. Así, a
fines del siglo I d.C. decidieron abandonarla para siempre, argumentando que no
era fiel al original hebreo. Y pasaron a odiar tanto esta versión fomentadora
del cristianismo, que ordenaron reemplazar la antigua fiesta en su honor por un
día de duelo y ayuno, debido al enorme daño que La Setenta había causado al
mundo judío. Hasta el día de hoy, los judíos ayunan el 8 de Tebet (que cae a
mediados de diciembre) en recuerdo de la traducción de los Setenta.
En cambio
los cristianos siguieron usando La Setenta. Ésta pasó a ser su Antiguo
Testamento oficial (en vez del texto hebreo), su fuente de espiritualidad, y el
fundamento de su fe. La prueba está en que, al escribirse el Nuevo Testamento,
sus autores, de las 350 veces que citan el Antiguo, 300 (el 86 %) lo hacen de
La Setenta.
Se dio así
la paradoja de que una Biblia, que había nacido en Alejandría para satisfacer
las necesidades de los judíos, terminó convirtiéndose, a tres siglos de su
aparición, en la Biblia oficial del cristianismo. Ésta fue la Biblia que
acompañó a los misioneros cristianos hasta los confines del Imperio Romano. Y
ésta fue la que impulsó la realización de nuevas traducciones (por ser ella
misma una traducción). Pronto la Biblia griega se vertió a las principales
lenguas tanto de oriente (copto, armenio, georgiano y etiópico) como de
occidente (latín, gótico y eslavo antiguo), facilitando la expansión del
cristianismo. La Setenta fue, pues, una de las principales estrategias que
aseguraron el éxito de la naciente iglesia cristiana.
Herencias
que quedaron
Actualmente
la Iglesia ya no usa más la versión de La Setenta. Nuestro Antiguo Testamento
oficial es la Biblia hebrea, por ser el texto original, mientras que La Setenta
es una traducción. Sin embargo, tantos siglos de uso dejaron muchas huellas en
nuestro lenguaje religioso. Por ejemplo, mientras la Biblia hebrea hablaba de
la Alianza de Dios con su pueblo, La Setenta decía Testamento; de ahí que hasta
el día de hoy nosotros hablemos de Antiguo Testamento y Nuevo Testamento, en
vez de Antigua Alianza y Nueva Alianza.
También de
La Setenta hemos sacado la costumbre de decir que Moisés cruzó el Mar Rojo, en
vez de el Mar de las Cañas, como escribe en realidad el texto hebreo (Ex
13,18). Además, la Biblia hebrea nombra sólo seis dones del Espíritu Santo (Is
11,2), mientras que La Setenta nombra siete; y nosotros, siguiendo a La
Setenta, decimos que son siete.
Finalmente,
a La Setenta le debemos siete libros de nuestra Biblia actual (Tobías, Judit,
1° y 2° Macabeos, Sabiduría, Eclesiástico y Baruc), que no estaban en la Biblia
hebrea, y que nosotros hemos aceptado de aquella (aunque hemos rechazado otros
cinco: 1° Esdras, 3° y 4° Macabeos, Las Odas y Los Salmos de Salomón, que
figuraban en ella).
Una nueva
Setenta
Hace 2300
años, alguien tuvo la osadía de traducir la Palabra de Dios a una lengua que no
era sagrada. Fue el proyecto de traducción más grande que jamás se haya hecho
en el mundo antiguo. Algunos lo consideraron una blasfemia, otros una
desgracia. Sin embargo, el haber adaptado la Biblia a la cultura de entonces
tuvo un alcance religioso incalculable. Se convirtió en el principal
instrumento de expansión evangélica, y gracias a ella pudo propagarse
rápidamente el cristianismo. Si la iglesia hubiera tenido sólo la Biblia
hebrea, difícilmente habría tenido el éxito y la difusión que tuvo. Millones de
creyentes, pues, le debieron su fe y su encuentro con Dios a esta arriesgada
empresa.